BIZNAGA CONTRA LA METÁFORA Nunca nos hemos sentido más libres siéndolo menos. Al presenciar la propaganda patriótica de la Francia del 1916, Louis-Ferdinand Céline
escribió que se les estaba “mintiendo con ganas, más allá de lo
imaginable, mucho más allá del ridículo y del absurdo”. Ni siquiera él
podía prever el grado de competencia que alcanzaría el sistema futuro.
Las distopías de ficción se hacen hoy realidad, y tienen más pinta de Un
mundo feliz que de 1984. A los esclavos de antaño, al menos, tenían que
arrearles vergazos para conseguir su colaboración. Nosotros, por el
contrario, entramos dócilmente en la buena noche (de la globalización). “Somos la juventud quemada en la pira del progreso”, cantan Biznaga, que saben de qué va esto. Nuestra
“gran renuncia”, exenta como está de sometimiento genocida, ni siquiera
lo parece: nos subyugaron con Lorazepam, derecho a voto y un piso de
propiedad; pajas en Pornhub, stories en Instagram y series de Netflix.
Ya no nos revientan los obuses franquistas, es cierto, pero nuestra vida
sigue sin merecer del todo la pena. Es un sucedáneo. Una existencia con
el sabor potenciado, que, como el glutamato, aparenta saciar pero no
nutre, y que ingerimos porque deja en la boca un tenue regusto de
emancipación. Nos han negado incluso el arrebato de resistencia fútil:
la pedrada al escaparate, políticamente insignificante pero que tan
grata resultaba desde un punto de vista genital y místico. Estando así las cosas, se agradece que Biznaga
divulguen la verdad. El pop español, también la novela, tienen
tendencia al tartufismo y la pedantería servil. Cuando al fin efectúan
crítica social, viene envuelta en lugares comunes y apelaciones
inespecíficas al concordato: imagine all the people, la-la-la-la. La
cobardía, si uno la mira de lejos, se parece lo suficiente a la virtud. Biznaga,
por el contrario, hablan claro, desde un punto de vista inequívocamente
precario y proleta. Entre una metáfora inconcreta y un eslogan
palmario, siempre optan por lo segundo. Los eslóganes tienen mala fama,
pero resultan indispensables. Porque a veces, las cosas no son imágenes
que remiten a otras cosas; son esas cosas, y hay que contarlas (varias
canciones de este disco, de hecho, utilizan una fórmula conversacional:
“vamos a hablar de la salud mental…”). Biznaga
son chavales que han leído unos cuantos libros, a quienes han echado de
unos cuantos empleos, y analizan la gravedad de su situación en un
banco del parque, rodeados de cáscaras de pipas y litronas y el
ocasional vómito. “La sociedad se desmorona”, exclaman, usando una
retórica no sujeta a interpretación. Biznaga
se declaran en contra del mundo moderno, a contrapelo del poder y con
una “creciente inclinación por la plebe”, que decía Dovlátov. Exaltan a
los humildes: los repartidores con un pie en la tumba (“Réquiem por un
rider”) y las parejas unidas solo por la hipoteca (“Espejos de caos”);
los falsos autónomos, los feos y los no-productivos; todos aquellos que
han sido excluidos de la fiesta privada del capitalismo. Si el punk rock
iba de algo, era de esto. Biznaga exponen
su postura sin elitismo de banda armada. Son un sindicato de amigos que
da la bienvenida a todo el mundo. Subcultura con matrícula abierta.
Antes eran un poco situacionistas, y se les sigue notando en las
hechuras, como cuando cantan que el entusiasmo les atraviesa “como un
cuchillo de primavera”, pero su acercamiento es popular, nada snob, sin
farfollas hegelianas ni frasecillas genialoides. Sus rabiosos himnos
juveniles combinan natural desaliento por el presente y patente ilusión
por el mañana. Pues lo que define a la clase obrera no es tanto el
poder adquisitivo, sino la incapacidad de imaginar un futuro distinto
(cuando eres chusma, todo parece predestinado). Y así como el
antropólogo Yuval Harari, vocero voluntario de las élites, escribía que
nuestro presente es, siempre fue, inevitable -que, en otras palabras,
todos los caminos llevaban a la desigualdad- Biznaga manifiestan la
postura opuesta: “¿Te imaginas que fuera posible otra vida / que hubiera
alternativa a esta deriva?”. Biznaga
son, como prueba la frase previa, un grupo emocionante. Nos hacen
gritar y bailar y salir de la pista simulando que nos ha entrado ceniza
en el ojo. “Las afinidades eléctricas” es uno de esos hits teenager que
ya no se realizan: poema bélico a la propia banda, también a unirse por
algo más grande que uno mismo. Cánticos de insurrección veinteañera, de
autodefensa y empatía y celebración de la propia edad y el estar vivo,
ahora. Chándales y brazaletes con anagramas. Skinheads que se pintan los
labios. Un sonido firme y aritmético, envuelto en coros paramilitares. Nos
están engañando a base de bien, se dijo al principio, y por eso, más
que nunca, necesitamos marchas triunfales. Contra la oligarquía, la
metáfora y lo obeso, por el entusiasmo, la dureza y la razón histórica
del proletariado, pegando guitarrazos y berridos, están los Biznaga.
Espabilados y autocríticos, melancólicos y enfadados pero guiados por
el cariño. “Esto es una canción de amor / y una declaración de guerra”,
nos ofrecen. Y es justo lo que requerían estos tiempos. Kiko Amat |
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